repodrido.
Él era peronisssta a muerte, pero arrepentido de haber votado a esta manga de chorrosss. Y no solamente conocía la cantidad que llevaba robada el gobierno actual, sino que también lo saqueado por los últimos tres anteriores. Hablaba con la seguridad y firmeza de quien domina los números, como si un espía dentro La Casa Rosada le hubiese mostrado documentos clasificados. Cuando le pregunté si tenía informes concretos, respondió con naturalidad que había elaborado un ranking de desfalcos:
_Los Kirchner se chorrearon quinientosss paloss.
_ ¿Usted me habla de millones de,… pesos?( puse voz de tontito)
_¿Ma qué pesosss?, ¡DÓLARESSS MAESTRO!!! contestó, al tiempo que juntaba las yemas de todos los dedos de su mano derecha.
_¿Y Menem? , pregunté con falso tono de interés.
_Mil palos.
_ ¿De la Rúa?
_ No, ¿ese essstúpido qué se va a afanar? No llegó ni a cincuenta paloss.
¡Asombroso!! Me respondía con la velocidad del Sheriff al desenfundar su arma contra los forajidos en aquellos épicos duelos del Lejano Oeste.
Quedé pasmado, pensativo. Bueno al menos De la Rúa tenía valores morales, era de códigos y con ética. Comparado con los otros dos, cincuenta millones no es nada ¿verdad?
Y el tipo manejaba las cifras al centésimo. Menem no se había robado ni novecientos ni mil doscientos, la justa habían sido mil millones exactos, ni un peso más ni un peso menos. Llegó a mil millones y paró. Stop, hora de retirarse.
Me devanaba los sesos, ¿cómo un simple trabajador de taxi pudo acceder a datos tan precisos y actualizados? Este hombre era oro en polvo para la CIA, y yo el único privilegiado con quien compartía sus intimidades. De haber tenido un grabador en ese momento dejábamos a Watergate como simple chusmerío de Intrusos, como lío entre vecinos.
En mi mente el lado salvaje se moría de ganas de acusarlo de fantasioso e infantil, aunque preferí guardar silencio porque había venido a disfrutar, no a calentarme. Pero con el tráfico porteño deteniéndonos a cada minuto esto iba para largo, así que busqué cambiarle abruptamente de tema.
Esa mañana temprano en el barco había estado hojeando el diario, por lo que un par de mis neuronas olvidaron almacenar la palabra piqueteros. Acá si yo pagaba el viaje, él debería gastar algo de saliva en cosas que me agradaran a mí, no a él. Él y sus juicios no eran importantes. Sólo los míos lo eran. Acá se iba a hacer mi voluntad
Con voz firme y autoritaria pedí que opinara sobre Botnia y ese amor devoto que le profesa el pueblo de Gualeguaychú.
Contestó algo breve, aunque nunca voy a saber qué fue, pues justo se iniciaba en la radio un nuevo dos por cuatro a cargo de Gardel y su team de guitarristas.
Él tampoco oyó mi pregunta o comprendió cualquier otra cosa, porque casi sin tomar aliento se largó a disertar sobre el grave mal que causa la diabetes. Punto. Fin del diálogo, el tema Botnia terminó antes de empezar. Sacó la jeringa y sin pasarme ni un poquito de alcohol me vacunó en frío. Necesitaba conversar de diabetes, era su hora de terapia y no había tenido con quien desahogarse. Alguien lo iba a escuchar, alguien le oficiaría de esponja absorbente. Lamentablemente me tocó estar en el momento equivocado, en el taxi equivocado,…… y perdí como en la guerra.
Nunca podré entender con claridad si él o qué pariente tuvieron, tienen o tendrán exceso de azúcar en sangre, pero encontraron EL remedio casero aconsejado por un tal Riverito. Lo más maravilloso de Riverito era que, habiendo estudiado abogacía (y conste que menos de dos años), igual lo consultan hasta profesores de medicina.
La receta milagrosa y simple del casi procurador parece ser el alpiste, ese mismo alpiste que integra la dieta de los pequeños gorriones y tantas otras aves.
Siguiendo las directrices del gurú, ingiere todas las mañanas en ayunas una cucharada sopera de alpiste y la ayuda a bajar con agua sin gas. De esa manera concluyó, se le habían regularizado los valores en sangre y ahora en cada comida ya puede entrarle a los dulces con firmeza, sin tener cargo de conciencia:
Tortas, flanes, chocolates, alfajores, variedad de mermeladas y como si estuviera frente a la pizarra de La Cigale, nombró más de veinte sabores de helados. Despacio y relamiéndose me paseó por todo el bolillero postreríl, justo a mí que los médicos no me permiten ni mirarlos fijo. Pero era tarde para reproches, la baba ya me caía a borbotones, tenía nublada la vista y mis ojos entrecerrados.
Apareció de no sé donde la imagen de mi cuerpo en una piscina olímpica llena de chocolate derretido, chantilly, y almendras flotando por toneladas. Mientras nadaba pecho lentamente, iba dando suaves brazadas y abriendo la boca cada treinta segundos, metiéndome a piacere crema, luego chocolate, y cada tanto mezclaba el brebaje con las almendras.
De alguna manera y contra mi voluntad volví a la realidad, le pregunté si conocía el famoso postre Martin Iron de añeja tradición británica, a base de cuartirolo cheese and sweet of membrillo (hice el mejor esfuerzo para pronunciar la palabra membriiou en inglés cerrado).
No se inmutó y ni contestó, él continuaba concentrado en su mundo, yo era un árbol, un poste de luz, lo que le dijera resultaba irrelevante.
Contó que había empezado a darle también alpiste a losss pibesss en el desayuno (me los imagino a diario con la energía y el entusiasmo para ir a la escuela).
¡Qué increíble! ¡Lo ignorante que fui todos estos años! ¡Entonces los creadores de la Diaformina son unos chantas de cuarta!
Cada dos o tres frases volvía a la carga con Riverito, que Riverito esto, que Riverito aquello. A decir verdad había trascurrido menos de quince minutos y ya me fastidiaba Riverito. Pero más por la devoción del relato que por interés, traté de hacerme la película de como sería este chamán Riverito:
¿Una criatura intergaláctica caída en La Pampa dentro de algún meteorito? ¿o un experimento secreto de la NASA? Seguro que sus células estarían formadas por un coctel de ADN de los doctores: House, Selby Scholl y hasta Cándido Pérez
Estuve a punto de preguntarle cuando partiría «nuestro»
amigo Riverito al Instituto Pasteur para integrarse a la cátedra de endocrinología, y si pudiera conseguirme el teléfono para ofrecer mis servicios de agente literario. Había vislumbrado el gran negocio de dirigir el lanzamiento a nivel mundial del tratado:
» THE DIABETES AND THE ALPISTE» (by the great little Rivero)
El hombre seguía tan compenetrado que las manos le empezaron a temblar y sudar, en su cuerpo se iba produciendo una metamorfosis ¿No estaría ya poseído por el demonio azucarero? ¿Qué pasaría si ingresaba en trance y se ponía a flotar en el aire en posición horizontal, como Linda Blair en el exorcista? Acá nos matábamos sin previo aviso, luego aparecíamos en Crónica, acompañados de esa infaltable y estridente marcha musical que meten morbosamente cada vez que hay una desgracia.
No había como pararlo, las palabras fluían cual catarata del Niágara y su lengua descansando menos que el ingenio popular, arengándome en creciente y descontrolada idolatría. La misma idolatría que el pueblo se ha habituado a profesarle a San Maradona y a otros tantos mortales argentinos sólo por saber cantar, bailar o adquirir fama contando intimidades frente a cámaras y en revistas de nivel periodístico cero. Queda claro que el monoteísmo no es el fuerte de nuestros vecinos.
En ese momento recordé hace años el encuentro con un «yuyero» de feria barrial, quien como la mayoría en su ramo se había autoproclamado autoridad en diabetes, aunque un sexto sentido me decía que era el típico timador de la más alta alcurnia. Lo confirmé en poco tiempo al probar sus pócimas mágicas de repulsivo olor y peor sabor. Tras dos semanas incluyendo varios litros con el almuerzo y la cena, sólo logré que me saliera bruto sarpullido en la cintura tipo culebrilla, fuerte diarrea ya se sabe dónde, y azúcar hasta por las rodillas. Posteriormente la culebrilla me la intentó curar una bruja, quien luego de desnucar una gallina la agarró del cogote y anduvo revoleándomela por sobre la